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Cuando volví a mirar, ya estaba sentada a mi lado. No supe cómo llegó, ni tampoco cuándo. No quise preguntármelo. Concluí que era un angelito.
Le quise preguntar cómo se veía la Residencia desde tan arriba. Le quería decir que, desde Sabas Nieves, lo que más resaltaba era el pino (ojalá tan solo lo poden, no me gustaría que lo derribaran.) También le quería preguntar si desde allá arriba se podía escuchar lo que yo hablaba en mi habitación… cuando estaba solo. Le hubiese preguntado muchas cosas, pero de repente se levantó y entrelazando su pecho entre sus pequeños brazos, me preguntó:
“¿Porqué el techo de este circo está muy roto?”
A los ángeles no se les debe notar la edad y, aún cuando aparentaba tener no más de cinco años, no me atreví a preguntar. ¡Qué manera tan extraña de conjugar la pregunta!
Esto ocurrió en medio de una noche muy iluminada por una hermosa luna repleta de leche. Aquella noche había infinidades de estrellas jugando a su alrededor. El cielo parecía una carpa de circo.
“Verás. Mi abuela me contó esta historia, hace muchos años, cuando yo le hice la misma pregunta.
Todas las noches, una hermosa señora, que llegó a nuestra Residencias proveniente de lejanas tierras del sur, se recostaba en su ventana para peinar sus largos cabellos, más negros y brillantes que la misma noche. Caminaba con lento andar y su larga cabellera iluminaba la sonrisa con la que conquistaba los corazones de todo aquél que se atrevía a saludarla.
La noche no soportaba tan terrible competencia. Por eso, una madrugada de nubes revueltas, tras el batir de un millar de alas, le arrancaron de las manos una preciosa niña de inmensos ojos negros y limpia tez muy blanca, tan blanca que parecía una estrella.
Enloqueció y corrió. Desde esa noche ya no cesa de correr. Bajó con otra niña entre sus brazos, más hermosa que la anterior, y recorriendo de extremo a extremo el jardín, buscó sin éxito la tranquilidad perdida, la niña de sus ojos. Y de nuevo la noche no lo dudó y le arrebató una y mil veces todas las niñas que llevó entre sus brazos, cada una más preciosa y más blanca que la anterior.
Fue entonces cuando la luna, llena de un inmenso amor maternal, pobló la noche con esas estrellas, robadas a nuestra hermosa señora y que ahora puedes ver que cuelgan en esa carpa de negro infinito.
Cuando todo el cielo se llenó de estrellas, nuestra hermosa señora pudo conservar sus hijas a su lado. Las que le habían quedado… más hermosas y más blancas que todas aquéllas que alumbran las noches de nuestra Residencia.”
...o...
Marisa vive en el 10A y tiene hijos de todas las edades. Se ve que no le alcanza el día para hacer todo lo que le toca, pues siempre está corriendo… Saluda (siempre saluda) muy rápido, como si apenas tuviera tiempo para ello.
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