Serie
HACIENDO CAMINO MIENTRAS ANDO

La mujer sin pausa

"Siempre imaginé que el paraiso sería algún tipo de biblioteca"
Jorge Luis Borges



Era una madrugada oscura, tan oscura que no merecía ser llamada madrugada. No merecía ser heredera de una noche, seguramente agitada y llena de vida para infinidades de almas que se encuentran entre la soledad provocada por columnas de humo aspiradas y desatendidas.

Ella llegó como si no se diera cuenta que el día no había comenzado aun. “Está haciendo frío, chamo, tú eres el último?”. No recibió ninguna respuesta. Él se había acurrucado en un rincón desde donde podía detectar el principio y final de aquella mañana que estaba por comenzar, e incluso más allá, donde la esperanza ya no tendría cabida. El Otro parecía no haber llegado aun. Estaba rumiando su angustia diaria y no se percataba que la fila se hacía cada vez más larga. Se iba colmando de esperanza y paciencia.

Los tres tenían en común ese gesto marcado en el rostro que solo aparece cuando se pierde el sueño, cuando se ha perdido la oportunidad de hacer algo más productivo en vez de estar parados en aquella cola para realizar un trámite administrativo totalmente inútil.

Él fue el primero que llegó, aunque a esa hora se podría decir que todos llegaron al mismo tiempo. El Otro se plantó a su lado como quien esperaba ser atendido de inmediato. Cuando Ella llegó, quiso interrumpir sus pensamientos y enseguida notó que si dependiera de la cercanía de su vecino, no amanecería nunca. “Todavía está fresca la madrugada pero de seguro cuando amanezca el calor nos abrasará a todos los que estemos en esta cola” dijo Ella con voz vacilante aunque chillona y se acercaba innecesariamente al brazo de El Otro como para evitar que nadie más se interpusiera entre ellos.

Fue entonces cuando comenzó a crecer. Creció mucho. Creció tanto que El Otro se sintió avasallado, arropado por sus palabras, afiladas y punzantes, vacías y repetidas. “Vamos a ver si nos atienden. Ayer vine y me tuve que regresar porque los números se acabaron como por ahí” y hacía una mueca con los labios pintados de un rojo descolorido señalando a un señor que dormitaba más adelante. Eran apenas las 4:58 de una madrugada de jueves que se alargaba más de lo normal.

El Otro ni se dio por enterado, pero Él giró su cabeza y comenzó a negar sutilmente, como quien no quiere llevar la contraria. “Yo conté y aquí no hay más de 60 personas y ellos reparten 100 números”.

Las finanzas no cuadraban y El Otro se sumergía profundamente en su desespero. “Hace cinco años apenas, nadie se preocupaba de los indicadores de venta y mucho menos de productividad… que culpa tengo yo que los grandes consorcios no quisieran seguir comprando”. Mientras El Otro se hundía en su angustia, un suave toque en el hombro le trajo a la realidad. Ella le preguntaba, no, más bien le estaba pidiendo el favor que se sentara en el piso para poder verse las caras mientras conversaban. Se inclinó un poco y luego se sentó. Tuvo ganas de cederle el puesto pero no le pareció que con ello fuera a resolver el problema. Seguía estando en la mitad de la nada.

“Vamos a quedarnos sentados aquí pues cuando entremos vamos a estar parados hasta que nos atiendan. Adentro no hay donde sentarse.”

Comenzaba a amanecer. Ahora los gestos y facciones podían distinguirse más fácilmente. Él estaba acurrucado y abrazaba un maletín desgastado lleno de papeles. “Lo peor es que mañana tengo que estar temprano en otro ministerio. Tengo dos clientes que me pagan lo que sea para que les haga estos trámites. Ellos no quieren ni enterarse de lo que esto significa… pero yo conozco a una de las secretarias y ella me dijo que me iba a ayudar…”

“Mira, mira, ya están repartiendo los número.” Ella se empinó en sus tacones para ver por cuál número iban. Contaba y recontaba las personas que tenía delante, mientras Él seguía explicando que la secretaria era su vecina cuando él vivía con su mamá, pero se tuvo que mudar. “Cuando mi esposa me dijo que estaba preñá, me chorrié to’ pero yo nunca le he tenido miedo al trabajo y aquí estoy… pa’lante. Ya llevo como diez años en esto y no me quejo”.

“No. No nos va a llegar tampoco hoy. Ésta es ya la tercera vez que vengo esta semana y me tengo que devolver sin nada. Esto es increíble!!! ¿A qué hora hay que llegar para poder agarrar uno de estos número”. Mientras Ella se quejaba, se recogía el cabello, color artificial, en una cola de caballo muy baja, cerca de la nuca. El anillo se le enredó entre el cabello y tuvo que utilizar la otra mano para poder liberarlo. “Cónchale vale, si a ustedes les llegan a entregar un número me lo regalan… por favor… miren que estoy desesperada… porfi”.

El Otro ni se inmutó ante aquella súplica. “Yo tampoco me quejaba y también me gustaba mi trabajo. Todos los días me quedaba hasta las siete o siete y media. Casi ni veía a Cheito. Cuando llegaba a la casa, su mamá siempre se empeñaba en que se fuera a dormir temprano y yo me quedaba con las ganas de abrazarlo y contarle que las cosas no me estaban saliendo bien”. Otra vez le interrumpieron su silencioso quejido. “Señor, ¿usted está en la cola? Aquí tiene su numerito…” El vigilante se alejó rápidamente, entregando el resto de los papelitos que tenía escritos con un marcador negro.

“Qué número te tocó a ti? … Oye tenías razón, me tocó el 58. Chamo, tú tienes buena vista. Ahora tenemos que esperar hasta que abran. Ya casi amaneció”

El Otro pensó que, como ya tenía el número, podría irse y regresar cuando le tocara, pero no se atrevió. No le gustaba depender de nadie. ¿Cómo se iba a enterar cuándo le tocara su turno? Todavía el sol no terminaba de salir y ya tenía ganas de desayunar.

“¿Quieren café?” La voz retumbaba y lograba sobresalir por encima del ruido que hacen los escapes de los autobuses a esa hora. Ella no esperó el consentimiento de sus vecinos y se dirigió al cafetín que estaba en la esquina.

“Entonces, ¿Tú te dedicas a esto? ¿Trabajas en alguna Gestoría?” la pregunta la soltó sin querer. En realidad, estaba pensando que sí quería café y que ahora estaría en deuda con aquella mujer. “Si me hubiese dejado responder, le hubiera dicho que no”. Se esforzaba por concentrar su mirada en la respuesta que Él comenzaba a esbozar.

“No. Yo trabajo por mi cuenta. Tengo mis clientes que ya me conocen y me llaman cada vez que necesitan algo. Esto que voy a hacer ahora es de una chica que se está yendo del país y va a vender la casa”.

“¿Quién lo iba a decir?... Tener que vender el apartamento. Cuando lo compré junté todos los ahorros que tenía y hasta tuve que utilizar todas las utilidades que me dieron ese año. Aquellas navidades estuvieron escasas, pero estábamos tan contentos! La compañía me había dado el dinero de casi toda la inicial y me respaldaron para que el banco me aprobara el crédito.”

“Cónchale me estoy quemando!” Era un grito más que una queja. Los dos hombres se apresuraron a agarrarle los vasitos de café. “Ese tipo es un necio. No tenía sencillo para pagarle y no me dejaba venir a preguntarles a ustedes si tenían algunas monedas por allí… menos mal que aquel señor me regaló las que le sobraron, sino, allá estuviera todavía.” Sacaba las bolsitas de azúcar del bolsillo y se disponía a abrirlas. “Oye, no te pregunté cómo lo querías, pero te lo traje marrón… tu tienes cara de marrón”

“Sí. Así está bien, gracias”

“Tú hablas poco, verdad? Ay! No. Yo no puedo estar en estas colas sin hablar. Cada vez que me toca hacer un trámite de éstos, me instalo y habló con todos los que están en la cola… es que así el tiempo se pasa más rápido. Cuando llegué me di cuenta que tú no eres de los que habla y me angustié toda. ¿Quién puede estar en una cola como ésta, y a esta hora, sin hablar! No. Pero tú te ves chévere. ¿De qué estaban hablando?”

“Le estaba contando de mi chamito. Ya está en tercer grado y la maestra lo felicitó por un dibujo que ...” Mientras hablaba de su hijo, los ojos le brillaban de gusto y de orgullo.

“Los míos me traen por la calle de la amargura. No ves que ya son unos pavitos. Todos los días llegan tardísimo. Ya casi ni duermo. Me quedo en la cama, despierta, esperando que suene la puerta. Pero lo que más rabia me da es que Santiago se duerme enseguida y hasta ronca. Uy! Me da una rabia”

“Nosotros no vamos a tener ese problema con Cheito. No va a tener llave, pues ni siquiera tendrá un apartamento para vivir. Menos mal que el suegro tiene una habitación disponible. Allí nos acomodaremos María, Cheíto y yo, por lo menos, mientras termina la universidad… ¿Qué fue lo que falló? ¿Cuándo fue que dejé ser valioso para el mercado? A buena hora me quedé sin trabajo…” Estos pensamientos le restaban altivez a El Otro. Se metió las manos en el bolsillo de su chaqueta Náutica y delineó con su dedo índice la frágil redondez del pequeño frasco.

Él, con las manos extendidas, cual si fueran pinceles danzantes, continuaba delineando el dibujo que le había hecho su pequeño hijo. “Aquella noche tampoco yo dormí, solo podía pensar en el dibujo.”

“Pero ya yo le dije a mi marido que si no le quitaba las llaves del carro, entonces lo haría yo! Es que imagínense nada más, cómo está esta ciudad. No hay seguridad ni de día ni de noche. Esta mañana Santiago me trajo hasta aquí. No se quería levantar, pero yo lo obligué. Ah! es que estaba muy oscuro. Se paró a regañadientes. Claro! si él quiere que yo le haga estas diligencias, entonces, él tiene que ayudar también. Desde que me salí del escritorio, porque yo trabajaba en un escritorio de abogados, él me dijo que lo ayudara con estos trámites porque le quitaban mucho tiempo” La expresión de su cara cambió de súbito. Pasó del gesto de rabia que la impregnaba cuando contaba las andanzas de sus hijos a una viva expresión de frustración que le encerraba el rostro y se le regaba por todo el cuerpo.

“A mi no me gusta venir para acá” continuaba Ella mientras observaba con asco a su alrededor. “Pero de esto depende que mi marido pueda cerrar los negocios que tiene. ¿Saben? Santiago es muy exitoso vendiendo apartamentos. Si lo vieran. En dos meses ya ha vendido cinco… Hay que ver! la gente, de repente, tiene como mucho dinero y no haya qué hacer con él, ¿verdad?… Casi todos sus clientes están enchufados en el gobierno… Ay!”, interrumpió de repente su letanía,”Esta gente como que no piensa abrir?, ya son casi las ocho. ¿Qué horas tienes tú ahí?”

“A esta hora estaría en mi oficina, revisando el plan de visitas del día y Carla de seguro estaría revoloteando por todos los pasillos. Ella siempre nos restregaba en la cara sus nuevas adquisiciones. Un día, un celular nuevo. Otro día, un par de medias con incrustaciones brillantes… La verdad es que tenía las piernas bien bonitas, la condenada!” Se le dibujó una sonrisa en la cara mientras trataba de conseguirle las piernas a la mujer que tenía al frente. “Ni siquiera piernas tiene. Cuando se irá a callar?”

Él tuvo que poner a un lado el maletín para poder ver su reloj. “Faltan cinco…”

“¿Faltan cinco? Crees tú!!! Esta gente además de llegar tarde, primero, se van a comprar el desayuno y después, mientras desayunan, se ponen a contarse sus chismes y sus cuentos. Es que uno no sabe a qué atenerse con ellos. El otro día me tocó venir a sacar una solvencia y la tipa que me atendió parecía que había tenido un ataja-perro con otra porque estaba de muy mal humor. Yo no podría trabajar así. Mi amiga Zenaida…, ay!, ella es mi amiga del alma, siempre nos encontramos haciendo estos trámites. Mira, allá está, debe haberse venido a dormir aquí, porque está de primerita en la cola. Ella me recomendó a un koreano que tiene el consultorio por el centro y te pone acupuntura. Eso me ayudó bastante. Es que trabajar en la administración pública no anima a nadie. Todos ellos deberían hacerse acupuntura… eso les debe aliviar la tristeza!”

“El koreano perdió su trabajo. Esta mujer no para de hablar” El Otro se esforzaba en no dejarse distraer por la perorata de Ella y a duras penas lograba concentrarse en su batalla interior. “Si hubiera tenido más paciencia con el gringo, tal vez hubiera logrado que me comprara el cargamento de Bolas de Hierro. Qué vaina! Ahí no había koreano que arreglara aquello… ¿A qué sabrá el Campeón?...no, ni que lo fuera a disfrutar…” y mientras El Otro decantaba la amargura de su vida, trataba de abrir en vano el pequeño frasco que últimamente siempre mantenía en el bolsillo de su chaqueta.

“Yo siempre he sido muy tranquilo. Pocas cosas me molestan. Además, cuando mi chamo estaba más pequeño, llegaba a la casa y me ponía a jugar con él”

“Ya vamos a entrar. Miren, abrieron las puertas” Ella se adelantaba en la cola sobrepasando a El Otro y, colocándose casi al lado de Él, se volteaba de tanto en tanto como si hubiera querido sellar el lazo que unía aquel trío de conocidos, diría Él; de amigos del alma, diría Ella; de extraños, diría El Otro.

“Ahí no vamos a caber todos. Ahora se va a armar el despelote allá dentro. Muchachos, tenemos que estar mosca para que no se nos colee nadie. Siempre hay alguien que se la quiere pasar de vivo” Ella se apretujaba cada vez más a la masa amorfa que pretendía encajar en el par de alas de vidrio que hacía las veces de entrada y otras tantas de cárcel.

“Soy yo el que no quiere estar vivo! Pero no me atrevo. Cheito me necesita… no sé para qué, pero sé que me va a necesitar. Si esta mujer sigue empujando voy a tener que darle un codazo. Qué empeño ése de querer siempre estar de primera” Liberó el frasco que tenía entre los dedos y arqueó el brazo para protegerse mejor de la agresión de la muchedumbre.

“Cuando dan paso a la gente, se arma otra cola adentro en forma de zigzag para que quepan las 100 personas que van a entrar” Él razonaba tranquilamente mientras se iba ubicando en el puesto que el azar le asignó. “Gracias a Dios que ya entramos, ahora lo que nos queda es esperar. Yo traje todos los documentos del cliente por si me hace falta algo más. No quiero perder el viaje. Aquí todos los días cambian las reglas. De repente te piden unos documentos y otro día no te piden nada. Uno no sabe con qué es que te van a salir…” Ella continuaba su rezongo, mientras que El Otro le daba vuelta al frasco que llevaba en el bolsillo. “Se lo voy a poner a la arepa. El tipo me dijo que con un poquitico podía matar a más de 50 ratones en un día. Un hombre como yo debe ser equivalente a 50 ratones… Una mujer como ésta debe ser equivalente a la más grande de todas las ratas… Pero las ratas no hablan, ahí es donde se la ganan.”

“El otro día vi como a un señor le rechazaban el trámite simplemente porque no había comprado las estampillas. Date cuenta que la taquilla donde se venden las estampilla es aquélla que está allá”, señalaba con sus uñas más que con los dedos que se perdían entre tanto rojo. “El señor tuvo que salirse de la cola para comprarlas y después no lo quisieron atender”

El Otro no la escuchaba, pero igualmente le desesperaba el tintineo de sus palabras. “No se dará cuenta que ya no la estamos escuchando. Este muchacho está mirándole las tetas a aquella catira desde hace rato y yo ya no la soporto. No sé qué es peor, si la decisión que no me atrevo a tomar o escuchar a esta mujer. Estoy en esta cola desde hace cuatro horas y esta mujer no para de hablar. Habrá algo que la pueda mantener callada?” Y se quedó pensando en la posibilidad, mientras sostenía el pequeño frasco de Campeón en su mano derecha. Arrugó el ceño y desvió la mirada por temor a que se le pudiera notar.

Más tarde, antes que terminara aquella mañana, con el cachito de jamón que El Otro le regalara tan amablemente todavía en sus manos, Ella se acurrucó en un rincón a rumiar su dolor, un dolor increíble, díría Él; un dolor pentrante, diría Ella; un dolor de alivio, diría El Otro.

...o...

Estaba haciendo un pequeño taller en el ICREA y nos pidieron que le diéramos vida a un germen: No hacía mucho había tenido que madrugar para renovar el pasaporte...

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