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Las calles de Caracas estaban impregnadas de júbilo y los brillantes colores de los trajes que lucían los caraqueños anunciaban que aquellos carnavales serían los más alegres desde la época de la Colonia.
José Domingo iba abriéndole camino a la carroza, que por suerte le tocó preceder en esos carnavales, mientras la tarde iba desapareciendo y su sombra, cada vez más lejana, se iba proyectando a lo largo de la calle principal. La carroza de Don Gabriel de Ávila era las más alta de todas, la más verde: Una gran montaña rodante que daba cabida a una mezcla impresionante de colores y fragancias que solo la naturaleza puede combinar.
Justo antes de cruzar en la esquina que llevaría la caravana a la plaza central fue cuando la vio. Ella era casi una niña, muy menuda e iba disfrazada de Odalisca. No supo quién era. “Debe estar de visita”, pensó él. A través de los velos de imitación de seda que cubrían su cuerpo y la mitad de su rostro resaltaba el color de su piel canela, dulce y perfumada. No podía apartar la mirada de su insinuante cintura y sus ojos negros, con los que ella le hizo un guiño que lo embrujó. La caravana seguía su camino y él tenía que continuar abriéndole paso entre la muchedumbre que arrojaba papelillos de colores en tal cantidad que pronto ella desapareció de su vista.
Ya en la plaza central, donde se congregaban todos los caraqueños a disfrutar de la velada, él la buscó con insistencia hasta que perdió la esperanza de conseguirla. La noche se había apoderado del vecindario, de su esperanza, incluso, se había apoderado de ella.
Al día siguiente y cada día después, él se subió en lo alto de su carroza tratando de conseguir a su Odalisca. Entornaba sus ojos y emitía destellos luminosos sorprendentemente definidos y aun así nunca pudo divisarla.
La montaña se alimentaba de aquel amor y se hacía cada vez más grande. Se fue llenando de ardillas, aves, mariposas y muchas flores que crecían amparadas por la luz, pura y vigorosa, generada por aquella pasión tan grande.
Por esta razón, El Ávila, nuestra mágica montaña, se ilumina de una manera muy especial todas las tardes cuando las niñas caraqueñas salen a pasear por la ciudad. Es El Ávila, Sultán protector de Caracas, que cada tarde busca a su Odalisca.
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