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Querida B.
Sé que quieres la receta de las mandocas. De hecho, tal como te comenté, cuando nos reunimos en casa de S., “no te tenía entre los pendientes”. Seguramente, aquella noche, cuando tú dices que me comprometí, ya el alcohol estaba haciendo de las suyas. Hace tiempo que vengo notando que la memoria apenas si me alcanza para querer a mis seres más allegados, entre los cuales se encuentran, cada vez más cerca, todos ustedes.
El hecho es que tratando de organizar en mi memoria los ingredientes y aderezos que debe llevar una mandoca, inevitablemente tuve que revisar unos cuantos pasajes que ya resultan algo lejanos, para extraer de allí las medidas y cantidades que hacen de las mandocas algo entrañable. Estoy seguro que en estos momentos estarás pensando “lo que yo quiero es la receta de las mandocas que preparaste aquella noche”. De esto no me cabe la menor duda, incluso, puedo ver cómo te recoges el cabello con una mano pretendiendo asegurarlo detrás de la nuca para que, luego, no más de tres segundos después, vuelva a esparramarse sobre tu cuello, sobre tu espalda, sobre toda tu simpatía.
Querida B. debo confesarte algo, son muchas las mandocas que he preparado a lo largo de estos cuantos años que llevo conmigo y, la verdad, cada vez resultan diferentes. Estoy seguro que los sabores que adquieren en cada una de esas oportunidades, tan diferentes entre si, están determinados por el calor y la emoción que producen en mí los comensales, amigos todos, pero con diferentes matices y diferentes intimidades. Aquel sábado, aquella noche, fue muy especial, y aunque la masa de las mandocas ya estaba esperando por todos ustedes, ésta se fue impregnando del buen cariño que cada uno de los que iban llegando traía consigo.
Fíjate tú, aproximadamente tres meses antes, nos habíamos reunido en ese mismo lugar a festejar unas caricaturas que nuestra amiga en común, E., había ideado para resaltar las peculiaridades de nuestros viejos amigos. En esa oportunidad, las mandocas se colmaron de esa maravillosa virtud que tiene M. de colaborar, de integrarse de una manera útil y productiva, con ese desinterés con el que solemos recordarlo todos los que hemos tenido el orgullo de estar cerca de su corazón. Ahora que M. está lejos, extraño su respaldo. M. ayudó a amasar la mezcla de harina de maiz, agua y un par de ingredientes más que forman la base de la preparación de las mandocas. Ya me dirás tú que las de aquella noche también recibieron tu “sazón” y claro que fue así. Se notaba que aquéllas, las tuyas, resultaron ser más femeninas que cualquiera de las otras mandocas que hubiera preparado alguna vez en mi vida. Estaban cargadas de coquetería y desazón. Eran unas mandocas algo distraídas pero con mucha calidez humana.
No es fácil poner en blanco y negro, en una lista escueta y precisa, los ingredientes que se necesitan para que las mandocas adquieran ese color dorado y ese sabor a “amigos” que tienen cada vez que las preparo.
Recuerdo que hace mucho tiempo, rodeado de un invierno muy blanco, casi recién estrenado, le ofrecí a María prepararle un plato especial de mi tierra. María es la esposa de Javier, quien era mi jefe en la empresa norteamericana donde estaba realizando una pasantía laboral. Ellos vivían en Waltham, un pueblo a media hora (en tren) de Boston, y para mi sorpresa, María había conseguido la harina de maíz y todos los demás ingredientes, pero me trajo una mano de cambures 500 (así le decimos en Maracaibo a los cambures grandes) en vez del “plátano entreamarillo” que yo utilizo para hacer las mandocas. Pudo haber sido un “strike” que me hiciera mi inglés, precario por demás, o, tal vez, pude haber dado por “entendido” ciertas partes de la descripción de un plátano cuando le di la receta para que comprara los ingredientes. Lo cierto es que María, quien desborda amor por los cuatro costados, llenó de buena intención aquellas mandocas y sobre todo de una gran expectativa. Sabían a confite. No había otra manera mejor de describir su sabor. Daniel, el hijo de María y Javier, luego de comerse un par de ellas, las comparó con caramelos fritos con sabor a banana. Él estaba en lo cierto. El calor intenso del aceite al fritarlas había fusionado el dulce latigazo del azúcar con el penetrante sabor del cambur, con lo que los otros ingredientes decidieron rendirse ante la presencia de estos super-héroes. María también me pidió la receta y yo decidí hacer algo mejor: Le preparé mandocas como para un año y ella, tan querendona, las congeló para que Daniel, quien, por cierto, era de muy mal comer, pudiera disfrutarlas comedidamente. Dos meses después llegó mi mamá y cuando María le contó estos intríngulis de las mandocas con sabor a cambur, ella me miró, como siempre lo hacía cuando de niño me portaba mal, muy fijamente y reprobó en apenas tres segundos la ligereza con la que había tomado la preparación de aquel manjar tan propio de nuestra tierra.
Hoy, cuando la lejanía del recuerdo matiza la asperacidad de los hechos, caigo en cuenta que esta manera de resolver creativamente los problemas, cuando éstos surgen sin ser llamados, no es más que un constante empeño de imitar conductas aprendidas en el fogón de mi casa, donde la guayaba reinaba en los dulces que preparaba mi abuela y el plátano era el invitado permanente de todos nuestros almuerzos.
Ciertamente, y tú lo sabes muy bien, en las pulcras y ventiladas aulas de nuestra muy recordada Facultad de Ciencias tuvimos la oportunidad de conocer herramientas y aprender técnicas para aplicar este ingenio, cuyo germen, en mi caso, me lo sembraron mi abuela y mi mamá en las calurosas tardes de tareas escolares y mandados a la “tienda del Sr. Enrique”, en un muy modesto barrio de Maracaibo. Ellas, diariamente, inventaban la cena, repleta de improvisaciones y, más aun, impregnadas de ricos y extraños sabores.
Mi mamá, regularmente, hacía mandocas. Observándola aprendí a mezclar la harina de maiz, el agua y el azúcar. Precisamente, pensando en el azúcar, me viene a la memoria que las mandocas de mi infancia eran pálidas y muy crocantes. Esa dulce palidez se la debían al edulcorante. Mi mamá, cuando hacía mandocas, al menos, las que yo recuerdo, les ponía un edulcorante líquido como un sustituto, un tanto amargo, del azúcar. La historia de diabetes en mi familia data de hace mucho tiempo atrás. Mi mamá, muy respetuosa de los regímenes que esta enfermedad impone, consentía su conciencia sustituyendo, con este líquido, el azúcar que la receta exige.
Ya ves, Querida B., a la masa de las mandocas, la cual debes preparar con harina de maíz y agua, tienes que agregarle azúcar y plátano. El azúcar lo puedes sustituir por algún edulcorante y el plátano por algún cambur, preferiblemente de suave sabor. Todo depende de quién te acompañe. Pero eso sí, no te olvides del ingenio y la creatividad.
Hablando de ingenio, recuerdo que en cierta ocasión invité a unas amigas a cenar y decidí, cosa que casi nunca hago, diseñar con cierta anticipación el menú que iba preparar. La oficina que compartía en Corpoven con MCF fue el sitio propicio para compartir las diferentes ideas que tenía para celebrar a mis amigas aquella noche de viernes. Todo estaba decidido menos el postre, lo cual no me preocupaba, pues, como siempre, el toque fácil y siempre agradable de un helado al final de la velada dejaría muy bien parada la imagen que los platos principales pudieran causar en mis comensales. Fue entonces cuando LG, pasante que compartía con nosotros la angustia de aquella planificación, me dijo: “Porqué no preparas una marquesa? Es muy fácil de hacer. Yo te doy la receta”
Perfecto! Tenía postre y además uno diferente de lo que siempre había hecho. Llegó el viernes y luego de alimentar el horno con el guiso que serviría durante la cena, me dedique a preparar la marquesa.
“Pon en baño de maría el chocolate y en una sartén, donde esté la mantequilla derretida, incorporas los huevos”… nada.
Déjame intentarlo nuevamente…
“Pon en baño de maría el chocolate y en una sartén, donde esté la mantequilla derretida, incorporas los huevos”… nuevamente … nada.
Miraba fijamente aquel sartén y reflexionaba: “Coño! Pero es que no hay manera de echar un huevo en esta mantequilla hirviendo y que no se transforme en huevo frito.”
El corazón me decía que sí lo podía hacer, así que repetí nuevamente el procedimiento seguro de que esta vez lo lograría.
“… en una sartén, donde esté la mantequilla derretida, incorporas los huevos”… pero nada.
En ese instante entendí que me estaba apresurando (como siempre). Igual le pasaba a uno cuando, en la universidad, nos mandaban a hacer un programa y pretendíamos tenerlo listo en una sola sentada. ¿Nunca te pasó eso a ti, Querida B.?
Como te venía contando, cuando me percaté de mi apresuramiento, me dije “Seguro que cuando mezcle esto con el chocolate, el huevo deja de ser huevo frito y se incorporará perfectamente… al postre”
Así lo hice. En un envase de vidrio puse el chocolate que ya estaba derretido y le agregue… “los huevos fritos”… y comencé a revolver aquella mezcla.
“Que vaina tan extraña”, pensaba, “ahora los pedacitos de huevo se ven más… lo oscuro del chocolate los hace resaltar arrechamente”
Por supuesto, que me di cuenta que aquella mezcla estaba demasiado líquida y que por eso era que “todo” se veía más. Comencé a batir con una espátula el contenido del aquel envase tan frenéticamente que al final, cuando me pude detener, me di cuenta que la mezcla, ciertamente, se había secado. Tanto se secó, que lo que antes era un sirope con pedacitos de huevo flotando en él se convirtió en una especie de polvo granuloso donde los puntos blancos del huevo se mezclaban armoniosamente con minúsculos balines de chocolate, como si realizaran una danza macabra y burlona ante los ojos, miopes y daltónicos, de su creador.
Daltónico y todo, me quedé viendo fijamente lo que había logrado y enseguida entendí cuál debía ser el próximo paso. Salí corriendo al supermercado y compré un pote de helado de vainilla y lo serví con un extraordinario topping de Marquesa de Chocolate. Todo un éxito!!!
Claro, no siempre el ingenio funciona. De repente se me agolpan un montón de pasajes en donde los resultados fueron catastróficos, aun cuando recuerdo haber puesto en práctica el arsenal de recursos creativos que uno puede venir atesorando durante toda su vida. Uno de estos pasajes me lleva a Roma. Eran las navidades de 1987. LBC me había pedido que preparara mandocas para que nuestro anfitrión las conociera. Era una bonita manera de retribuir todas las gentilezas que él había tenido para con nosotros. Había llegado a Roma a principio del mes de diciembre y ya “natale” estaba cerca. El pequeño apartamento de Rafael era muy acogedor y en aquella época se sentía la alegría de la fiesta en todos sus rincones. Las calles de Roma estaban frías y repletas de gente, comprando, bebiendo, divirtiéndose. Esa mañana fui a un cercano y pequeño mercado, tan solo para darme cuenta que en aquella ciudad nadie conocía la harina de maíz precocida. Cuando ya desistí de conseguir este ingrediente, básico para las mandocas, decidí que tendría que buscar un sustituto. Fue entonces cuando me puse a leer las indicaciones impresas en un paquete de harina de maíz para hacer funche. Recuerdo que la descripción no difería en nada de lo que yo hubiera esperado conseguir en un paquete de harina de maíz precocida… Lo que no decía por ningún lado era, precisamente, que fuera precocida. Compré el paquete de harina y el resto de los ingredientes y me regresé al apartamento.
“Lo único que tengo que hacer”, pensaba yo, “es cocinar la harina”.
Así lo hice. En una olla coloqué el contenido del paquete que había comprado y le agregué un poquito de agua y comencé a revolver aquella preparación, a fuego lento, pretendiendo que se convirtiera en una masa que pudiera manipular. Querida B., la masa para las mandocas tiene que tener una consistencia muy particular para poder darles esa forma de rosquitas, tan característica de este plato maracucho. Como ya habrás podido intuir, aquella mezcla que tenía desde hacia ya algunas horas montada en la hornilla, nunca adquirió la firmeza que yo esperaba. No me atreví a agregar los otros ingredientes. Al final del empeño, tuve que darme por vencido y estuvimos desayunando con funcharepas el resto de esa semana.
Me olvidé comentarte que es muy importante incorporar un pellizco de sal a la masa de las mandocas para que el azúcar pueda lucirse. Hablando de pellizcos, me viene a la memoria otro pasaje que nunca olvidaré, sobre todo, cuando la impaciencia de la juventud, que no hay manera que se me agote, me hace actuar así: espontáneamente y sin pensar mucho en las consecuencias. Resulta que había invitado a cenar a mi casa a dos amigos. Decidí preparar un asado en salsa de piña, para lo cual le pregunté a mi mamá cómo hacía para que un asado, el cual yo sabía cómo preparar, tuviera sabor a piña. Mira tú, que pregunta tan estúpida! “Mijo, te comprais una piña, la licuais y se la echais al asado”.
Siempre lo he sabido y siempre lo he dicho. Lo asumo: Si para algo sirvo yo es para seguir órdenes. Más aun si me gusta quién me las da.
Me compré una piña, la licué y se la eché al caldero… y al horno. No hay necesidad de contarte cómo quedó aquello. Claro, después es muy fácil decir: Era un poquitico nada más … ¿No la colaste? … tenías que ponérsela al final…
Hablando de poquiticos… Me vino a la memoria una frase que me llegó a atormentar por mucho tiempo: “Una vainita pa’ picar”. Pero esta frase, si bien tiene mucho que ver con comida, encaja mejor en una crónica de salidas nocturnas. Nuestra amiga E. ya me dirá cómo le podemos dar forma a este nuevo reto.
Bueno, como te decía, las cantidades son importantes. Así que cuando vayas a preparar las mandocas, no escatimes en el cariño y la pasión que le puedas poner a la masa. Invita a todos tus amigos. Haz todas las mandocas que puedas hacer. Si son muchos los amigos, las haces más pequeñas. Pequeñas, pero siempre en forma de rosquitas. Esta forma es importante pues te ayudarán a voltearlas cuando las tengas en el aceite hirviendo, sobre todo cuando la escasez del aceite de maiz te obliga a racionarlo.
¿Sabes? Tal como te comentaba al principio (coño, eso hace ya como cinco páginas… esta receta se está haciendo larga!), es muy importante que selecciones bien a los amigos que invites. Te digo esto, pues si algo yo he aprendido es que cuando la calidad de la relación es buena, el resultado será óptimo. Ejemplos de esto tengo varios. Hace muchos años, cuando en la avenida Urdaneta se iba fraguando esta amistad que a muchos de nosotros nos mantiene unidos, en un pequeño apartamento, tipo estudio, donde vivía I. con su hermano, unos espaguetis, un frasco de mayonesa y un pote de atún eran más que suficiente para sembrar recuerdos. En aquel apartamento se gestaron grandes éxitos, tal como los que todos y cada uno de nosotros hemos disfrutado y estamos disfrutando hoy en día. Definitivamente, ése fue uno de los nichos más productivos de los que formé parte en aquella época cuando el Disco Music nos hacía mover las caderas, aun en contra de nuestra voluntad.
Esto del Disco Music me remontó a Propatria, barrio donde vivía nuestro amigo C. Recuerdo perfectamente que alguna vez (es posible que hayan sido varias veces) en nuestro rutinario recorrido hacia su casa, hicimos una parada estratégica en el Médico Asesino para comprar las consabidas y super-efectivas guarapitas. Con aquellos litros de dulce y espirituoso sabor y la parranda de amigos que nos dimos cita esa noche de viernes, pudimos disfrutar de una de las veladas más intensas de las que puedo recordar de esa época. Seguro estoy que la trascendencia de esa noche tiene que achacársele a esa mezcla tan interesante y variopinta de personalidades y formas tan diferentes de ver el futuro que a cada uno de nosotros nos tocaría interpretar. La Guarapita nada tuvo que ver!
Por eso te digo, Querida B., que las mandocas te van a quedar espectaculares si los invitados son los apropiados. Te recuerdas cómo, cuando nos reunimos en mi casa, la reunión fue tomando cuerpo alrededor de la bandeja de mandocas que, recién fritas, iban acurrucándose como si fueran las perfectas oyentes de nuestros cuentos y anécdotas. Las mandocas son ideales para crear ambientes informales, propicios para el abrazo y el cariño. Recuerdo que en la mesa había, además de las mandocas, queso y vino. Pero no te vayas a confundir. Hablemos del queso. Ah! Porque la masa de las mandocas lleva queso rallado. Por eso, éste debe ser duro. Creo que la receta original de las mandocas indica que el queso debe ser “de año”, pero como a mi nunca me ha gustado ese tipo de queso, pues me conformo con el duro que se consigue en Caracas. Además, está el queso con el que acompañaremos a las mandocas cuando las estemos disfrutando. Hay un ritual que yo sigo cada vez que como mandocas. Éstas deben estar acompañadas de café negro y queso. Por eso cuando V., un par de días antes de nuestro encuentro, me envió un e-mail preguntando qué tipo de vino podía llevar, me quedé pensando qué le debía responder, pues era la primera vez que me detenía a pensar en la posibilidad de acompañarlas con vino. Ya viste que la combinación fue perfecta, lo cual amplió el espectro de posibilidades que nos ofrecen las mandocas.
No te creas, No siempre todas las combinaciones funcionan, por mucha amistad que haya de por medio. Hay una anécdota que M. e I. me contaron y que siempre nos ha hecho mucha gracia. Esa anécdota nos hace reir un montón cada vez que la hacemos presente. Digo que ellos me la contaron porque, precisamente, el cuento es que, siendo yo el protagonista de la misma, no la recuerdo… no podría recordar nada de lo que pasó. La rumba aquella noche fue en casa de una de las muchas compañeras con las que compartíamos los pasillos de la Facultad de Ciencias. Hasta las Lomas de Urdaneta fuimos a dar y allí bailamos, bebimos y gozamos hasta que la conciencia ya no pudo más. Regresándonos para San Martín, donde vivía en esa época, nos paramos en el Tropezón. ¿Te recuerdas de esa arepera?. Sentados en la pequeña mesa que nos tocó esa madrugada, hicimos el pedido. Dándole rienda suelta a nuestro propio yo, ordenamos lo que a cada uno le pareció que combinaría mejor con aquella voladora que veníamos arrastrando a lo largo de la Autopista del Este en nuestro camino desde el cerro donde estábamos celebrando hasta llegar a los Caobos, donde estaba ubicada la arepera. Hasta allí me acuerdo, por eso, hasta allí puedo contar. La siguiente imagen que tengo aun viva en mi memoria es a I. diciéndome “Coño, la próxima vez que te vayas a quedar dormido encima de la mesa antes que llegue la comida, no pidas Merengada de Chocolate, porque no combina bien con la arepa de Pulpo y Calamares…”
Querida B. nos estamos distrayendo de nuestro objetivo. Déjame preguntarte lo siguiente ¿Ya sabes cómo preparar la masa de las mandocas?.
Muy bien, ahora te toca darle la forma de rosquita que antes te mencioné. ¿Ya montaste el sartén con el aceite? El aceite tiene que estar suficientemente caliente para que las mandocas adquieran “rápidamente” esa capa que, sin ser crujiente todavía, te va a permitir voltearlas para que se doren por ambos lados. Cuando el exterior de las mandocas se haya secado, entonces, le bajas la intensidad a la candela, y dejas que se terminen de freir. Al final, cuando ya la intuición te dice que están listas, entonces, le subes de nuevo la llama para que terminen de adquirir ese color dorado que las hace lucir crujientes y apetitosas.
Querida B., ¿sabes cuál es el último secreto que quiero compartir contigo para que las mandocas te sepan a gloria? Déjalas reposar un poquito… lo suficiente para que no te quemes y no tanto como para que se pierda su frescura. Este último consejo no te debe resultar extraño pues la vida es así y las mandocas no tienen que ser una excepción. Hace rato que vengo pensando que tú misma eres el mejor ejemplo de esta sentencia que me da vuelta en la cabeza desde que comencé a saborear esta cuartilla: “Déjala reposar un poquito… lo suficiente para que no me queme y no tanto como para que se pierda su frescura”.
Buen provecho!
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